domingo, 29 de abril de 2012

EPISODIO 1: Del Surgimiento de Aiwëllonén (Parte 1)

Esto es parte de mi nuevo proyecto literario y artístico. Empezando a plantear mi tesis de grado estoy escribiendo estos episodios que luego animaré para crear una serie.


Desde que era pequeño he ido pasando de fiebre en fiebre siguiendo un camino definido de intereses que me ha llevado a lo que actualmente soy, sin embargo, por dispares que puedan parecer (aunque ahora que lo pienso en realidad no lo son), todos estos intereses siempre provinieron de la lectura. Inicialmente fueron los cuentos, aunque esos los tenía que leer para el colegio. Se podría decir que los primeros libros que en realidad me interesaron autónomamente fueron los librillos de R.L. Stine de la serie “Escalofrios”.  Intenté algunas otras cosas mientras llegaba Harry Potter. Debo decir que Harry Potter consumió la mayor parte de mi tiempo de lectura (y tiempo libre) hasta que llegó algo que fue, y sigue siendo, muchísimo más poderoso, El Señor de los Anillos. E.S.D.L.A. me abrió los ojos a un mundo totalmente nuevo, un mundo fantástico, de nuevos seres, de nuevos idiomas, al mundo de la literatura de Tolkien, que sigue siendo mi autor favorito. Tolkien inventó lenguas completas, con su propia caligrafía, vocabulario y su propia estructura gramatical. Aiwëllonén apareció cuando tenía 12.
En esa época era aun mas inexperto e ingenuo de lo que soy ahora, y sabía muchas menos cosas, era menos consciente, así que tendía a cometer errores constantemente. Aiwëllonén, o más bien el surgimiento de mi nombre, fue uno de esos errores. En mi afán, un poco tonto, de emular a Tolkien y crear un mundo fantástico con sus propias leyes, sus propias lenguas, su propia cartografía, empecé a aprender de lo que él dejó con la esperanza de partir de ahí al menos con un nombre para que el que sería el personaje principal, el héroe de la gran historia épica que me disponía a escribir. Aprendí a escribir en caracteres rúnicos de los enanos y en los caracteres élficos, más que todo del Quenya. Aunque fue un acercamiento en cierta medida exitoso, ahora que lo veo en perspectiva fue ligeramente equivocado. Todo lo que aprendí eran las correspondencias entre los caracteres y su equivalente fonético más cercano en español. Me engañé a mi mismo por un tiempo pensando que estaba aprendiendo élfico. Cuando caí un poco en la cuenta de lo que pasaba busqué diccionarios, creí que aprender un idioma era simplemente saber como se traducían las palabras. Llegó el momento en el que me sentí lo suficiente seguro de mi conocimiento como para crear un nombre, así que pensé en una estructura, tomaría mi nombre, buscaría su significado y traduciría a élfico, después de todo era lógico que YO quisiera ser el protagonista mismo de mis aventuras. Resultó que mi nombre significaba “aquel que es todo prudente” y “aquel que es un hombre viril”, terminando en algo así como “aquel que es un hombre viril y es todo prudente” o “el todo prudente hombre viril”. Sobra decir que en realidad no me atrajo para nada. Me gustaría decir que luego entré en un estado de meditación profundo acerca de lo que quería que significara el nombre de mi personaje y que llegué a la conclusión de que quería que fuera algo que desafiara mi propio miedo a las alturas y mi respeto y gusto por el agua y el mar, pero no fue así. Lo cierto es que probablemente pensé que sonaría bien y que de alguna manera se acercaría a los significados de los nombres que Tolkien había creado. Pájaro (pequeño) = aiwë, de = -llo, agua = nén, pajaro de agua = Aiwëllonén.
No fue sino hasta varios años después que me di cuenta de que había cometido varios errores. Me enteré de que en realidad “Aiwëllonén” es una palabra imposible en el Quenya que Tolkien creó y en el que me basé. “-Llo” es una terminación, lo que lo habría hecho “Aiwënénllo”. Aun así ese no era el problema, el problema real era que fuera como fuera las combinaciones gramaticales que constituían mi nombre no existían. Pero ya era demasiado tarde, ya llevaba demasiado tiempo siendo Aiwëllonén.

miércoles, 11 de abril de 2012

Corrección

Esta es la re-escritura de una de las entradas antiguas, "Adelanto". Hoy estaba continuando con su escritura y me di cuenta de que en realidad estaba tomando un enfoque que no era el que había pensado inicialmente, se estaba convirtiendo en otra historia diferente que no contaba lo que quiero contar. Así que empece desde cero y logré estos 2 párrafos con los que me siento mucho más cómodo y conforme.


Santiago Rojas despertó esa mañana con un solo objetivo en su cabeza. Había visto a la niña varias veces y ese día lo haría por fin. Dormía desnudo, le gustaba sentir el tacto de las lujosas sábanas de algodón egipcio que su hermana le había regalado cuando cumplió 50 años. Ya casi habían pasado 15 años y ellas seguían igual, no se podía decir lo mismo de él. Se sentó y se bajó de la cama. Se miró con detenimiento en el espejo de cuerpo completo que tenía al lado de la mesa del televisor. Es difícil pensar en como alguien como él podía ser tan egocéntrico y narcisista, solo se necesitaba darle una mirada para comprender porque era soltero y sin hijos, para comprender porque vivía totalmente solo en un apartamentucho mínimo sin mayores lujos. Solo se necesitaba ver su incipiente calva, su pecho pecoso y lleno de pequeños crespos grises, sus abundantes pectorales que parecían los pechos de una mujer bastante desafortunada, su gran barriga colgante que lo hacía parecer un caricatura triste y siniestra de Papá Noel (y que era producto de años y años de no ejercicio, mucha comida y aún más cerveza), sus brazos y piernas rechonchos y fláccidos, y sus ojos. Sobre todo sus ojos.


Las mujeres habían marcado su vida. Empezando por su madre, que era totalmente sumisa y nunca dijo ni una sola palabra, o hizo una sola acción que pudiera ir en contra, en lo más mínimo, de la opinión de su esposo, un hombre alcohólico que abusaba de ella de cuando en cuando. Lo vio manosearla muchas veces. A los doce años María Restrepo le había rasguñado la cara después del tercer intento que había hecho para robarle un beso. Después de eso ninguna niña había querido acercarse a él. Paso el resto del bachillerato sólo mientras sentía como todos los demás se burlaban de él, como si los rasguños estuvieran todo el tiempo en carne viva, sin poder cicatrizar. Empezó a sentir odio hacia todos, pero en especial hacia las mujeres. A los 16 años no pudo aguantar más y, después de meses de ahorro, pagó a su primera prostituta, una mujerzuela fea y barata que se hacía llamar Bridget. Mientras estudiaba derecho en la universidad tuvo pocas oportunidades de conocer mujeres que no supieran de su pasado, paro a ninguna le interesaba un hombre que ya en ese entonces era gordo y con una mirada inquietante, todas preferían a sus amigos buen mozos. Ya no tenía amigos. Su hermana era la única mujer fuerte que había conocido, había dejado la casa apenas su padre había intentado tocarla. Admiraba su valentía, pero aún a ella la había deseado cuando era joven.