Andrea-Tomás (Nombre provisional)


Mira, tu favorito – dijo Tomás mientras agachado extendía su brazo derecho, un cono de fresa estaba entre sus manos.
La bola de helado fue deslizándose lentamente, sin embargo, Tomás seguía inmóvil, en la misma posición en la que había estado tantas veces ya. Las personas que pasaban por detrás apenas escucharon el sonido del helado al caer sobre la loza de mármol.
Fue sólo en el momento en el que la sustancia casi liquida iba a tocar la inscripción de la lápida (Andrea Torres, 19??-20??) cuando Tomás reacciono y empezó a limpiar con su camisa.
Una lágrima bajó por su mejilla. Tomás estaba al punto del llanto cuando recordó que a Andrea no le gustaba que llorara. 
Es interesante como las personas pueden cambiar incluso sus más fuertes hábitos para adaptarse a otra, ya sea por amor, por costumbre o por simple conveniencia.
Desde muy pequeño, Tomás solía llorar por casi cualquier cosa (su madre decía que era demasiado sensible, su padre que era un marica). Sin embargo, 6 simples palabras lo cambiaron todo: “no te ves guapo cuando lloras”. Tiempo después, Tomás se daría cuenta de que para Andrea el llanto era algo que mas allá de dañar la apariencia de una persona, lo que hacía era exponerla. Solo las más intimas tristezas (lo que en el lenguaje de ella era lo mismo que oscuridad) salían por eso que los médicos llaman glándulas lagrimales. Y, aunque no se trataba de un símbolo de debilidad, siempre constituyó un sinónimo de vulnerabilidad. El parecer vulnerable solo permite que los demás se tomen libertades que no les son debidas. Para Andrea, el llanto era algo que solo se podía compartir con uno mismo, en la absoluta soledad, o con aquella persona única en el mundo en la que decides depositar toda tu confianza. No obstante, aunque siempre sostuvo que él era esa persona, Andrea lloró contadas veces en frente de Tomás, y siempre fueron episodios inmensamente dolorosos para él.
Se limpió la cara y se limitó a quedarse quieto y en silencio. Cerró sus ojos y concentro las pocas energías que le quedaban en sus intentos por no llorar.
Señor, ¿se encuentra bien? – dijo la voz de una mujer.
El corazón de Tomás dio un brinco al escuchar esa voz. Sabia que no podía ser, que era totalmente imposible, pero nada importaba ya, no importaba si no era posible. La felicidad que le produjo escuchar esa voz de nuevo fue solo opacada por lo que sintió cuando al dar la vuelta y abrir los ojos la vio allí, de pie. 
- Señor, ¿se encuentra bien? – dijo la voz de una mujer a sus espaldas.

El corazón de Tomás dio un brinco al escuchar esa voz. Sabia que no podía ser, que era totalmente imposible, pero nada importaba ya, no importaba si no era posible. Abrió lentamente los ojos mientras se giraba. Cuando la vio quedo totalmente inmóvil, ni siquiera podia parpadear. Era imposible, pero era ella.
Por fin, todo había acabado, el eterno sufrimiento, las noches solitarias, la espera solo por la muerte, toda esa vida sin sentido. La felicidad y la tranquilidad invadieron cada rincón del casi marchito corazón de Tomás. Solo para esfumarse con el siguiente parpadeo.
En efecto, no era Andrea, su mente lo había traicionado de nuevo.
- ¿Señor?
En menos tiempo del que dura un latido, todas esas bellas emociones que Tomás acababa de experimentar se transformaron en una furia ciega.
- ¡¡¡NO!!!, ¡¡¡NO ESTOY BIEN!!!, ¡¡¿ES QUE NO SE DA CUENTA DE DONDE ESTAMOS?!! ¡¡¡ES UN CEMENTERIO!!!
Era una mujer joven, tendría 28 años como máximo.
- ¡¿Y QUE?!, ¡AQUÍ NO VENGA A GRITAR! – paró un momento para respirar y calmarse – los cementerios son lugares de descanso, que pena molestarlo.
Tomás no pudo esconder la sorpresa que esta respuesta le produjo. Por alguna razón esa frase le parecía familiar. Intento disculparse pero las palabras no salían de su boca, además ella ya se estaba marchando más enfadada de lo que parecía.
Y allí estaba él, solo de nuevo, como lo había estado desde que Andrea había muerto dos años atrás. Tomás había decidido cortar cualquier conexión personal que lo uniera con cualquiera que pudiera recordarle más a Andrea de lo que ya la recordaba solo.
No se podía evitar, era demasiado pedirle a alguien que desde muy pequeño había depositado todas sus esperanzas de felicidad en el sentimiento llamado amor, y no tanto a eso como a la idea del amor único.
Las horas pasaron lentamente, como siempre suele suceder en los cementerios. Cuando Tomás miró su reloj ya eran casi las 5 de la tarde, llevaba ya 9 horas ahí.
Pequeñas gotas de lluvia empezaron a caer monótonamente sobre toda la ciudad. Luego fue más fuerte, como si la naturaleza estuviera en sintonía con el cada vez más decadente animo de él.
Momentos más tarde, cerca de donde estaba Tomás, tal vez a veinte metros, unos mariachis empezaron a tocar la última serenata de alguien a quien estaban enterrando.
Sufrir, estar bajo la lluvia y escuchar rancheras. Era más de lo que podía soportar, así que se levanto lentamente y empezó a caminar con dirección a la salida. Desafortunadamente para él, tendría que pasar por en medio del entierro.

A medida que se acercaba, Tomás empezó a ver las cosas más claramente. Era increíble (hasta para el) que no hubiera notado la llegada de un grupo tan grande de personas, debían ser por lo menos 50, o más.
Tomás odiaba los funerales, pocas personas habían estado en tantos funerales como él, y haber vivido la experiencia tantas veces le había hecho darse cuenta de que exceptuando pocos casos en su totalidad, y a ciertas personas, todos eran una farsa, un despliegue innecesario (e hipócrita por demás) de lagrimas y tristeza.
Todos los asistentes expresaban sus condolencias a la familia del fallecido. Condolencias en su mayoría falsas porque nadie sentía en realidad la tristeza. “lo siento mucho” era la frase que más odiaba (y que lo asustaba al mismo tiempo), se adquiría un compromiso demasiado grande incluyendo el verbo “sentir” en cualquier tipo de frase.
- ¿Cuánto le habrá dejado a la esposa y los hijos? – preguntó una señora a otra mientras Tomás pasaba cerca de ellas.
¿Cuántas veces había escuchado eso Tomás? Simplemente paso de largo sin siquiera fijarse en toda la parafernalia que le estaban poniendo al asunto.
Caminó lentamente, sintiendo cada gota que impactaba su cabeza y su cara. Después de unos segundos divisó el gran portón metálico. El vigilante, que parecía reconocerlo ya, asintió y se despidió de Tomás con la mano.
“Si no fuera un cementerio, esto sería muy bonito” pensó Tomás al dar una última miradla lugar donde reposaban los restos de Andrea.
El arco de la entrada tenía tres estatuas de ángeles, guerreros al parecer.
- ¿Sabe usted por qué tienen espadas?
Tomás se sobresaltó, miró a su lado derecho. No sabía cómo ni cuando pero la mujer con la que había discutido antes había legado a su lado. Había algo tremendamente familiar en ella y en el momento en general.
- Son para proteger a las almas que residen dentro del cementerio – dijo ella sin esperar respuesta – Bueno… me disculpo por lo de ahora, hasta luego.
De la misma manera en la que había pasado ya, Tomás no fue capaz de articular palabra mientras la veía marcharse.
Todo eso era demasiado extraño para el. Hacía mucho que no tenía contacto más allá del estrictamente necesario con nadie, y menos con una mujer. Y aunque nunca fue muy elocuente, Tomás temía haber perdido por completo la habilidad para entablar una conversación.
Además estaba ese misterioso aire que rodeaba a esa mujer, ¿Por qué todo lo que decía y lo que pasaba le parecía tan familiar?
Tomás empezó a caminar de nuevo. Simplemente los dos, condenados tal vez a estar juntos eternamente, Tomás y su soledad.
Al cabo de unos minutos llegó a su casa, demasiado grande desde que había muerto Andrea y todas las ambiciones que sobre ella desaparecieron.
Era una casa no muy antigua que después de ahorrar por varios años lograron comprar entre los dos. Dos plantas. Sala, comedor, baño y cocina abajo y cuatro cuartos arriba. Uno de ellos era utilizado como estudio, otro (la habitación principal) era el de Andrea y Tomás, los otros dos iban a ser ocupados por los dos hijos que planeaban tener.
Ahora la mayoría permanecía sin uso. Tomás había trasladado todo lo que le era útil a la habitación principal y en las otras el polvo no se había acumulado solamente por la limpieza que hacía la señora que contrato la madre de él para que fuera 2 veces a la semana.
Tomás se acostó en su cama. Era increíble, ni siquiera sabía como sentirse, si furioso o triste y desilusionado. Había estado prácticamente todo el día en el cementerio y ni siquiera una de las personas que alguna vez habían dicho apreciar a Andrea había aparecido, ni siquiera una. Tomás sabía que los padres de ella vivían desde hace mucho tiempo fuera del país y que probablemente la estaban recordando a su manera, pero los otros… era como si el resto del mundo se hubiera olvidado de la existencia de Andrea Torres, todos menos él.
No tenía sentido, no era posible. Andrea trabajaba en una fundación y había establecido lazos fuertes con muchas personas, les había cambiado la vida además.
Ninguna tarjeta que no respondería, ninguna llamada que no contestaría. Estaba más solo de lo que había estado un año atrás y más de lo que jamás estaría.
El sopor fue invadiéndolo lentamente, cerrando sus ojos sin que el se diera cuenta.